Colombia, la pandemia antes de la pandemia

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Flores y cuatro fotografías colocadas en círculo para conmemorar a las víctimas de la violencia estatal: MOVICE. Foto: Marcela Cardenas
Flores y fotografías en una ceremonia MOVICE para conmemorar a las víctimas de la violencia estatal. Foto: Marcela Cardenas

Por Marcela Cardenas

Las protestas marcaron el último trimestre del 2019 en varios países de América del Sur. El descontento salió a la calle y prometió no volver a casa hasta que lo escucharan y lo atendieran. Colombia no fue la excepción. Comparte las realidades de la región; su gente tiene una larga lista de demandas y muchas razones para alzar la voz y salir a la calle. ¿Por qué le tomó tanto tiempo a Colombia protestar?

La verdad es que, en Colombia, la lista histórica de problemas sociales es tan grande que es imposible simplificar y unificar una lista de demandas que representan a todos los sectores desfavorecidos de la sociedad. Durante años han exigido que el estado reivindique sus derechos, pero este, ha estado ausente y ha proporcionado pocas garantías.

Las protestas, manifestaciones, vigilias públicas, acciones clandestinas, toque de queda y tensión creciente caracterizaron el final del 2019. La gente presentó sus demandas y llenó las calles del país, pidiendo un reajuste a la agenda nacional del gobierno.

Las acciones de la gente trajeron un soplo de esperanza, trayendo unidad al llamado para cambio en el país. Estas acciones trajeron esperanza a aquellas personas que han estado haciendo visibles las nefastas desigualdades en el país. Vieron la Gran Huelga Nacional como una fuente de indignación.

El Año Nuevo nació en la esperanza.

Pero desafortunadamente, el 2020 tenía otros planes para el mundo: COVID-19. La pandemia se extendió por todo el país, a través de territorios urbanos y rurales, infectando a más de 220,000 personas y causando más de 7,000 muertes. Pero aquellas personas que conocen la trágica historia de Colombia recuerdan que hubo una pandemia antes del COVID-19, con su propio conjunto de estadísticas.

La violencia en Colombia es la vieja pandemia que se extendió por las calles de las grandes ciudades y de los pueblos pequeños. A través del desierto y de la jungla. Infectó a las personas empobrecidas y a las abandonadas por el gobierno. Dejó atrás a ocho millones de víctimas.

Entre estas ocho millones de personas están representados desplazamientos forzados y desapariciones, homicidios, torturas, secuestros, violaciones, vidas silenciadas, familias destruidas, un tejido social maltratado, y una sociedad destrozada. El problema con las cifras es que solo registran un número; no hablan de vidas, de dolor, de tristeza. Representan todo, pero no hablan de nadie.

El COVID-19 no trajo nueva violencia a Colombia. En cambio, ha intensificado la realidad ya existente. El virus ha confirmado que la violencia no solo está oculta, sino que afecta a las mujeres de diversas maneras. El número de casos de violencia doméstica desde que comenzó la cuarentena se ha duplicado en comparación con el año pasado. Los asesinatos de 120 mujeres han sido clasificados como feminicidios, cuestionando el mantra de «quedarse en casa salva vidas». Otro registro de muertes en Colombia registra más de 166 líderes(lideresas) sociales asesinades en el 2020. Y 36 personas ex-combatientes de las FARC, signatarias del acuerdo de paz del 2016, han sido víctimas de asesinatos selectivos solo en el 2020.

La primera pandemia—la de la violencia estatal—normalizó la corrupción y la violencia de género. Es parte de la rutina diaria. El COVID-19, la segunda pandemia, se convirtió en una prioridad exclusiva; reemplazó las demandas de la gente de la Gran Huelga Nacional. Las demandas de cambio social se volvieron invisibles.

Las muertes causadas por la segunda pandemia no tienen un valor menor; esa es una creencia de aquellas personas que piensan que algunas muertes duelen más que otras. Muertes de primera clase y las muertes de segunda clase no existen. Cualquier muerte es dolorosa. Cualquier muerte evitable causada por violencia, negligencia, corrupción o abandono del gobierno duele e importa.

Pero en Colombia, enfocarse en las cifras ha hecho que este país no sienta pena por la muerte de 10, 100, 1,000 ó 10,000. Las madres que han perdido hijos e hijas por ambas pandemias saben la diferencia entre cada número. Su dolor no distingue entre categorías; ellas sienten cada uno. Por lo tanto, el país debería llorar como la madre de todas las personas que murieron, de todas las personas que han desaparecido. El mundo debería hablar más de vidas, de luchas y legados, que de números que no conmemoran a nadie ni humanizan la barbarie.

Cuando quienes defendemos los derechos humanos hablamos, lo hacemos desde el dolor. Hablamos mientras sostenemos una fotografía de una persona desaparecida, o cuando encendemos una vela o invitamos a recordar. Resistimos junto a aquellas personas que han dado todo, incluso sus vidas, aun cuando les roban toda su tierra. Pero también hablamos desde la esperanza, porque esperamos que estas historias terminen y que la tormenta se detenga y llegue la calma que no conocemos. Esperamos la paz que se habla en los libros y es estudiada por las personas académicas. Es una paz que tiene que ver más con la justicia social, que garantiza el mínimo esencial sin excepción, da acceso a atención médica y educación dignas, y el derecho a vivir una vida libre de violencia.

No podemos permitir que el virus oculte la pandemia antes de la pandemia. El gobierno no puede usar el COVID-19 para evadir sus responsabilidades. Sus colaboradores: personas políticas corruptas, actores armades y especuladores de guerra, deben rendir cuentas. La próxima vez, estaremos en las calles más pronto.

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El artículo ha sido actualizado para reflejar el número actual de casos de COVID-19 en Colombia, el número de feminicidios y el número de líderes sociales y excombatientes de las FARC asesinados desde la publicación del boletín de abril – junio del 22 de junio de 2020.

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