La esperanza renace: El Magdalena Medio se resiste al olvido

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A man in a blue jacket and red hat sicks a magnetic sign on a bonnet of a vehicle
Jhony coloca cartelería anunciando la presencia de acompañantes internacionales en un vehículo en el Nordeste Antioqueño de Colombia.

De pequeño, una de mis mayores preguntas era a donde iba el agua de la quebrada que pasaba mi barrio, siempre pregunté a mis tíos y la respuesta fue “llega al mar”. Era una preocupación, porque quería saber a dónde iban a parar algunos de los cadáveres que veía en ella. La primera vez que vi uno era un hombre, listo para ir al trabajo pues aún conservaba su mochila en la espalda. Recuerdo que fue terrorífico y soñé por varios días con este cadáver tirado en la quebrada de mi barrio. Por un tiempo dejé de mirarla.

Al pasar unos meses, iba cada día a la quebrada a ver si había un muerto, pues la violencia en mi barrio se había agudizado. En los años 90 el barrio ‘El Bosque’ en Medellín se convirtió en fortín de las ‘MP’: Milicias Populares. Yo tenía alrededor de 5 años, pero recuerdo con claridad toda la violencia que sufríamos por las disputas territoriales entre grupos armados.

Un día supe que el río Medellín desembocaba en el Río Magdalena; nunca pensé que mi pregunta por los muertos que veía cotidianamente me traería hasta el ‘Río grande de la Magdalena’, como lo llaman los pobladores en el Magdalena Medio. Es un río que ha sido testigo de la violencia en Colombia, que ha traído sobre su cauce personas desaparecidas, mutiladas, asesinadas; se ha manchado de sangre por culpa de la guerra, pero también significa un símbolo de resistencia, memoria, luto y duelo.

Jamás pensé que lo que viví en mi barrio estaría enlazado con esta región, crecí en Medellín como muchos crecemos, en medio de una “tacita de plata”, que más bien parece de plomo. Encerrados en nuestra propia y trágica historia de haber sido en su momento la ciudad más peligrosa del mundo.

No quería eso para mi vida, ver muertos en las calles todos los días, ni sufrir la pérdida de un ser querido que quedó tirado en una esquina; no quería sentir el dolor de ver esta guerra continuar. Por eso desde los 16 años empecé a pensar que haría para no prestar servicio militar. No me importaba si era obligación, si era un deber legal, si era el ejército legítimo del estado.

Después de informarme, mi postura tenía un nombre: objeción de conciencia. El término más extraño del mundo, pero el que me iba a salvar de que me secuestraran en un camión del ejército y me enviaran a un municipio del Magdalena Medio (principalmente al batallón de Puerto Berrio), como lo hacía en ese entonces la cuarta brigada en Medellín con los jóvenes que sacaba de los barrios para llevárselos a prestar servicio militar. Me declaré objetor de conciencia a los 17 años, y con el apoyo de mi familia, amigos y grupo de objeción decidí desobedecer el mandato de la guerra. Inicié la ruta que me traería hasta ECAP Colombia.

Conocí a la OFP en el 2003 llegando a Medellín y liderando una caravana de más de 30 buses con mujeres de la Ruta Pacífica; nos dirigimos a Bogotá y esa fue mi primera marcha. ¡Estaba tan emocionado! Sostenía un símbolo con un arma tachada, y así marchamos a la plaza de Bolívar, allí supe que esto era más grande de lo que pensaba; una admirable lucha de resistencia no violenta en Colombia, que lleva muchas décadas y que se resiste al olvido. Nunca pensé que sería parte de ella, pero ahí estaba yo.

Y aquí estoy siendo parte del equipo de ECAP, me ha traído hasta aquí la pregunta por las opresiones, por el patriarcado, por la guerra y el militarismo; ¿qué hacer en medio de un contexto que te propone guerra? Pues estamos nosotrxs, personas comprometidas con los valores de la vida, de defender el principio fundamental de querer vivir en un país en paz.

Conocí a ECAP en el año 2019, y estuve muy contento cuando quedé seleccionado, pues sabía que iba a ser parte de una gran comunidad que se une en los principios y acciones de la no violencia creativa. Quisiera contar muchas impresiones que he tenido de la región, pero por ahora quisiera decir que es un lugar donde se ha construido una cultura de paz y resistencia dignas de admirar. Las comunidades que acompañamos cada día nos muestran sus formas de resistirse a la guerra.

Me impresionó que en septiembre casi fui testigo de un asesinato llegando a la casa de ECAP; quedé paralizado por un momento, pero de inmediato me dirigí a resguardarme. Llegando a la esquina de la casa estaba la multitud rodeando el cadáver. No quise ver, decidí no ver más muertos o cuerpos dejados por la violencia después de los 17 años. Pero me vi ahí, de espaldas, un niño mirando un cadáver y preguntándose a donde iría a parar ese cuerpo.

Un vehículo con el capó abierto y un hombre parado al lado hablando con un hombre en una motocicleta. El camino está embarrado con altos terraplenes.
Una avería durante un acompañamiento de socies en el nororiente antioqueño. Foto: Caldwell Manners

No pensé encontrarme con un contexto de violencia tan agudizado, este año en Barrancabermeja se han incrementado las confrontaciones entre grupos armados por disputas territoriales, el río magdalena sigue siendo una autopista para el tráfico de drogas, y muchas de las comunidades ribereñas al margen del río siguen sufriendo la inclemencia de la guerra.

Las comunidades siguen en la búsqueda de una paz total. Así como el Magdalena Medio es pionera y referente a nivel nacional de construcción de paz con el laboratorio de paz del magdalena medio, entre otras muchas expresiones de resistencia; ahora sigue siendo un lugar importante que la hablará al país como ejemplo del diálogo y de apuestas que dignifican la vida.

Estoy donde quiero, y gracias a ECAP he podido conocer y aprender más, el niño que decidió no ir a prestar servicio militar hoy se siente feliz de seguir por el camino que eligió; que es muy doloroso, triste y en ocasiones frustrante, pero es un lugar donde puede tomar acción, ser solidario y ser acompañante de quienes quieren seguir caminando en la esperanza de un Magdalena Medio que se resiste al olvido.

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