Sentí el privilegio

Una persona integrante de ECAP Palestina decidió, un día, probar suerte entrando en una zona estrictamente restringida en Al Khalil/Hebrón.
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A cityscape seen through a fence

Un día en mi vida laboral

28 de abril del 2025: Entramos en la zona restringida. Este lugar se ha convertido poco a poco en una prisión gigante. La vida se hace cada vez más difícil para sus residentes. Vivimos fuera de esta zona. No tenemos ninguna otra identificación, extranjera por ejemplo, y no formamos parte del personal de la escuela dentro de la zona. Normalmente, a la gente como nosotres no se le permite entrar.

Pero decidimos arriesgarnos.

Necesitábamos comprobar cómo estaban las escuelas, sobre todo después de lo ocurrido. A les estudiantes, se les impidió entrar en la escuela debido a la festividad judía, y los puestos de control fronterizo estaban cerrados. Nos sentamos juntes, pensando en todas las situaciones posibles, planeando lo que diríamos en los puestos de control fronterizo—primero en el puesto de control fronterizo de la Mezquita de Ibrahimi, la puerta principal de esta prisión no reconocida.

Me enfrenté al soldado con una sonrisa ingenua, una sonrisa que enmascaraba mi miedo que cargaba determinación. Preguntó en un árabe entrecortado mezclado con hebreo, lleno del peso de la ocupación:

«¿IDENTIFICACIÓN? ¿DNI?»

Se la entregué.

“¿Adónde va usted?”, preguntó.

“A la escuela”, respondí.

Esperé. Cada segundo me parecía una eternidad. Mi mente estaba llena de dudas y de pensamientos. Sabía que mis posibilidades eran escasas. Entonces él dijo: “Esta bien, entra”.

Lo mismo le ocurrió a mi colega. Estábamos sorprendidos, nerviosos y entusiasmados por una oportunidad única.

Caminamos hacia la primera escuela, pasando por varios puestos de control fronterizo. Miré a mi alrededor, con la sensación de estar viendo el lugar por primera vez. Parecía diferente. La sensación era diferente. La zona estaba siendo abiertamente “israelizada”. Había banderas israelíes por todas partes.

Dentro de mí, una voz gritaba: “Quiero arrancar esas banderas de todas las esquinas”.

Caminamos con tranquila preocupación, sabiendo que en cualquier momento podrían detenernos y enviarnos de vuelta.

Afortunadamente, lo conseguimos.

En la primera escuela, hablamos con la persona en dirección y con les profesores. Luego pasamos a otra escuela, donde volvimos a escuchar, compartimos actualizaciones y volvimos a conectar.

Los puestos de control fronterizo nos habían separado, no sólo por la distancia, sino por un sinfín de restricciones. Esa conexión humana, esa presencia cara a cara: la trajimos de vuelta. A pesar de los esfuerzos de la ocupación por mantenernos alejades, allí estábamos, con emoción, reflexión y la determinación de seguir presentes.

De regreso a la oficina, nos detuvimos en otro puesto de control fronterizo. El “Puesto de Control Fronterizo de Abed” tiene, para mí, un peso inolvidable. Fue el primer puesto de control fronterizo en el cual me detuvieron. Me retuvieron dos horas por aquel entonces, y desde ese momento he sentido un profundo temor cada vez que me acerco a ese lugar. Mis sentimientos hacia este puesto de control son diferentes, y mi ira hacia este lugar es mayor que la que siento por cualquier otro. Pero ninguno de ellos tiene otra lógica o finalidad que la de estrechar el cerco, imponer la autoridad de la ocupación, despojar de libertad de movimiento y confiscar hasta las expresiones más simples de dignidad y privacidad. No se trata sólo de puestos de control fronterizos – son instrumentos de humillación colectiva que rodean cada detalle de la vida cotidiana de las personas palestinas, tratando de despojarlas del sentido de que son humanos.

En el puesto de control fronterizo había una mujer palestina con dos niños. Ella estaba frente a una agente de fronteras que le gritaba en hebreo, pero la mujer sólo hablaba árabe. Un niño de la zona, que parecía claramente de Hebrón, se acercó y habló en hebreo con la mujer soldado, luego interpretó para la mujer antes de alejarse rápidamente.

Cuando llegamos, la mujer soldado me detuvo. Me preguntó, en tono sospechoso: «¿De dónde eres? ¿Arabe? ¿Musulmán?»

Yo respondí con calma y amabilidad. En aquel momento, odié aquella amabilidad, pero era mi única arma para ayudar a la mujer. Empecé a hablar a la mujer en árabe: “¿Usted necesita ayuda?”.

“No tengo mi DNI”, ella me dijo. “No me dejan pasar”.

Le pregunté si tenía una foto de su DNI en el teléfono. Ella dijo que sí, pero la mujer soldado se negó a mirarla, alegando que era “poco nítida”.

Inmediatamente cambié al inglés. Tuve que utilizar todas las herramientas disponibles, pero una pregunta seguía martilleándome por dentro: ¿por qué estoy tratando a mis ocupantes con tanta amabilidad? Qué contradicción mortal.

Le pregunté a la mujer soldado con una sonrisa firme: “¿Cuál es el problema?”

“Ella afirma que es residente de la zona”, dijo, «pero no puedo verificarlo. La foto está borrosa, no puedo ver los números».

Mientras tanto, mi colega intentaba calmar a los niños, jugando con ellos bajo un sol abrasador. Uno de ellos, de apenas tres años, dijo: «Estoy cansado… ¿Qué quieren de nosotres? Mi madre está triste».

Mi colega le abrazó y empezó a jugar juegos sencillos con él, para darle un momento de seguridad.

Volví a preguntar a la mujer si su casa estaba lejos. “No está lejos”, respondió con frustración, «pero con los niños no puedo ir y venir. Paso por aquí todos los días. Estoy casada con un hombre que vive aquí».

“¿Tiene usted la DNI de su marido?”, le pregunté.

“Le llamaré para que envíe una foto”, me dijo. Pero su teléfono estaba estropeado y él no podía enviar una imagen nítida.

Volví a hablar con la mujer soldado en inglés, explicándole la situación de la mujer y de sus hijos. No sé por qué mencioné a los niños. Quizá esperaba despertar en ella algún fragmento de humanidad, si es que le quedaba alguno. Pero, ¿cómo podría esperar eso de alguien que se coloca en un puesto de control fronterizo sólo para oprimir a la gente… no sabía que más de 13,000 niños y niñas han sido asesinades en Gaza sólo por ser personas palestinas?

Tras casi veinte minutos de discusión, la mujer soldado dijo, en una mezcla de hebreo e inglés entrecortados, con una sonrisa falsa: «Esta vez la dejaré pasar. Pero dile que no vuelva sin su DNI. Esta es la última vez».

Le interpreté a la mujer: “Usted puede cruzar, cuídese y cuide a sus hijos”.

Cruzamos el puesto de control fronterizo. Miré hacia atrás y la mujer soldado me sonrió y me dijo “adiós”.

No pude interpretar esa sonrisa. Tengo un privilegio que la madre no tiene. Ese privilegio me concedió un momento de paso, mientras que ella vive toda una vida bajo la sombra de la negación, el temor y la espera.

De vuelta a la oficina, mi cabeza se ahogaba en pensamientos.

¿Podría realmente soportar esta realidad cotidiana si estuviera en su lugar?

¿Podría sonreír siempre ante la opresión?

¿Cómo viven elles en estas condiciones, donde los puestos de control fronterizo no son sólo lugares, sino sentimientos cotidianos de opresión, humillación y angustia?

Aunque llevo años viviendo junto a una torre de vigilancia militar, aún no me he acostumbrado a su presencia.

Sentí rabia y pena, pero esta vez no me sentí impotente.

Había hecho algo. Utilicé lo que tenía, aunque no fuera mucho.

Pero la pregunta sigue en el aire: ¿cuándo viviremos una realidad en la que ya no tengamos que mendigar ni tener interminables esperas obligadamente? ¿Cuándo dejaremos de tener que recurrir a la astucia y a una amabilidad mortal sólo para pasar?

¿Cuántos puestos de control fronterizo más debe cruzar cada persona palestina para sentirse humano?

 

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