Hace unas semanas, observábamos con tristeza e incredulidad cómo el mundo parecía al borde de otra guerra devastadora. Tras los primeros ataques de Israel contra instalaciones nucleares, bases militares y dirigentes de Irán, no sabíamos lo que vendría después.
Nos sentábamos, prestando gran atención a las retransmisiones en directo, esperando a que cayera el siguiente misil, leyendo análisis de arsenales y estrategias, hablando de alianzas y preguntándonos que naciones se verían arrastradas a este círculo de violencia cada vez más amplio. Parecía el desarrollo de una película terrible, demasiado real en su destrucción.
Recordamos cómo las naciones cerraron sus fronteras, cómo los países vecinos sellaron sus cielos mientras los aviones de guerra rugían sobre sus cabezas. Recordamos las sirenas ululando sin cesar, la gente corriendo a los búnkeres, las familias desplazadas una vez más, las personas más pobres obligadas a dejarlo todo atrás, mientras las ricas huían a un lugar seguro.
Recordamos cómo los corazones que se habían endurecido ante el sufrimiento de Gaza saboreaban ahora la amargura del miedo y la pérdida. Lamentamos la ceguera que nos impide ver la humanidad de nuestro prójimo hasta que nos ponemos en su lugar.
Y entonces llegó la diplomacia de la guerra: personas en el liderazgo que se amenazaban mutuamente por televisión mientras sus emisarios conferenciaban en lujosos hoteles, calculando los términos del alto el fuego como si las vidas fueran piezas de ajedrez en un tablero.
Por fin declararon terminado el conflicto, y nos dijeron que ya no debíamos preocuparnos. Pero sabemos que los acuerdos entre las personas poderosas no curan las heridas de quienes han perdido a sus seres queridos, o cuyos hogares yacen en escombros, o cuyos hijes temblarán para siempre al oír el ruido de los aviones que se aproximan.
Recordamos que el pueblo palestino sigue sufriendo un genocidio. El pueblo de Irán sigue buscando justicia y equidad. El pueblo de Israel tendrá que afrontar las consecuencias de construir una sociedad totalitaria y militarizada.
Sólo el pueblo puede detener esto, la continuación de un mundo de desigualdad e injusticia social, un mundo de explotación y muerte. Debemos convertirnos en portadores de vida, de justicia, de solidaridad.
Y entonces los ratones, habrán vencido a los elefantes…
* “Cuando los elefantes luchan, los ratones son pisoteados” es un viejo proverbio africano.