COLOMBIA: Soldados del Ejército de Colombia Violan a una Niña Indígena

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3 August 2020

La Malinche, de la blog de Stephanie Monique, une mujer Mestize Mexicane

por Julián Gutiérrez Castaño

Colombia se encuentra indignada porque siete soldados del Ejército Nacional violaron a una niña indígena de 11 años de edad. La menor pertenece al Resguardo Gitó Dokabú del pueblo Embera Katio, ubicado en el corregimiento de Santa Cecilia, municipio de Pueblo Rico, Risaralda. El escándalo provocado por este caso ha hecho surgir otros casos similares ocurridos en los últimos años, pero que apenas hasta ahora se hacen públicos. La violación de una menor de edad es algo que causa dolor y rabia en cualquier circunstancia. Que esa violación la haga un representante de las Fuerzas Armadas del Estado, aumenta nuestra cólera. Que la ejecuté no uno, sino siete miembros del Ejército lleva la rabia colectiva del pueblo colombiano al límite. Pero esto no es todo, esta situación nos toca las fibras más sensibles como nación debido a nuestra experiencia e historia colectiva. 

Existe una conexión entre la niña Embera Katio violada y la madre simbólica de todas las personas mestizas. Esta afirmación se sustenta en la violenta historia del mestizaje. Todas las mestizas somos hijas de la Chingada. El arquetipo de nuestra madre es la Malinche, una mujer Náhuatl retenida por los invasores españoles, utilizada como interprete durante la conquista del Imperio Azteca y abusada sexualmente por varios miembros de esa tropa nefasta. Por otra parte, el arquetipo de nuestro padre es el conquistador español, hombre envalentonado por la superioridad tecnológica y bélica, aunque su fortaleza real no sea su pretendida superioridad, sino los virus. Nuestro padre simbólico hace y deshace a su antojo sin ningún límite de autoridad y responsabilidad. Si le viene bien, reconoce a sus bastardas mestizas, si no, reniega de ellas y las abandona a su suerte. Como la Malinche, la niña Embera Katio fue transformada en la Llorona, a ella también la encontraron ahogada en llanto al lado de una quebrada. En la mitología latinoaméricana, la Llorona asusta en las riberas de los ríos con su lamento, “¿dónde están mis hijas?” Aquellas que los conquistadores le arrebataron porque una indígena no era digna de criar la descendencia de los europeos blancos españoles. Nosotras, las mestizas, somos las hijas bastardas del español y la mujer indígena violada, aquellos que el europeo no quiso aceptar. Pueblo sin identidad porque no sabemos quiénes somos, no tenemos el valor para asumirnos y, por lo tanto, no sabemos para dónde vamos. Nos avergüenza nuestra madre indígena y buscamos con ansiedad la aprobación de nuestro padre, nos sentimos orgullosos de esa ascendencia española que no es otra cosa que un ejército violador. Perseguimos una blanquedad inalcanzable, siempre tratando de parecernos a ese padre europeo que nos rechazó, intentando hablar correctamente sus lenguas, copiar su cultura y sus maneras, insertarnos en su economía, etc. Como argumentó Octavio Paz, mientras no resolvamos nuestra crisis de identidad seguiremos perdidas en el laberinto de la soledad.

La niña Embera Katio fue violada por siete soldados del Ejército nacional, miembros del Pelotón Buitre II. No escribo con ironía, así se llama el pelotón al que pertenecen los violadores. Los buitres se cansaron de comer carroña y se abalanzaron en bandada sobre una niña de 11 años de edad. Estos soldados no son muy diferentes a nuestros padres simbólicos, esos hombres que llegaron de Europa hace más de 500 años. Ambos representan instituciones opresoras, soldados a quienes la guerra, la invasión de territorios indígenas y su misión destructora los han vuelto malvados. Ambos provienen de las clases empobrecidas de sus respectivas naciones, pero en lugar de desarrollar una conciencia de clase que los lleve a trabajar juntos para mejorar la condición de la humanidad, se han vendido al poder y han utilizado su fuerza para oprimir a otros seres humanos tan o más desposeídos que ellos: indígenas, afrocolombianas, campesinas, trabajadoras, estudiantes, etc. Parafraseando a Violeta Parra “Arauco tiene una pena / más negra que su chamal / ya no son los españoles / los que les hacen llorar / hoy son los propios [colombianos] / los que les quitan su pan.”

Ahora todos nos preguntamos indignadas qué va a pasar con los soldados. El Gobierno que mezquinamente los manda a pelear una guerra que solo le conviene a los que se lucran con el conflicto armado enfrenta una tensión. Por una parte se trata de miembros de una institución insignia del Estado, una que a pesar de las violaciones, ejecuciones extrajudiciales o falsos positivos, asesinato de menores de edad, complicidad con los paramilitares para ejecutar masacres y desplazamientos masivos, asociación con carteles de narcotráfico, seguimientos ilegales en contra de la oposición política y periodistas críticos, ejecución de líderes sindicales, entre otras actividades que han destruido la legitimidad y la democracia en Colombia; sigue recibiendo el grueso del presupuesto nacional, 35.7 billones de pesos o $35’700.000’000.000 para el año 2020. Por otra parte, el partido de Gobierno recientemente aprobó modificar la Constitución Nacional para imponer penas de prisión perpetua. Inicialmente buscaba también aplicar la pena de muerte a los violadores y asesinos de menores de edad. A pesar de no estar de acuerdo con este castigo, si el partido de Gobierno fuera coherente tendría que estar clamando para que los siete soldados violadores de la menor de edad fueran condenados a cadena perpetúa o ejecutados. Esta no ha sido su respuesta. Todo parece indicar que el Gobierno y su partido se mueven en dos direcciones aparentemente contradictorias, pero que en realidad son complementarias. Desde el partido de Gobierno argumentan que todo se trata de un montaje para desprestigiar al Ejército Nacional, que la menor quería ser violada, que su madre la había vendido, y toda suerte de excusas mezquinas para evadir la culpa de los miembros de las Fuerzas Armadas. Desde el Gobierno, el Presidente sale a hacer show mediático pidiendo una pena que todavía no ha sido reglamentada y por lo tanto es inconstitucional, mientras que la Fiscalía imputa cargos por acceso carnal abusivo, no acceso carnal violento, contra los soldados violadores. Acaso no hay violencia cuando siete hombres armados que representan al Estado violan en pandilla a una menor de edad perteneciente a una nación indígena que ha sido repetidamente golpeada por el conflicto armado y las Fuerzas Armadas que ellos representan. Así que el Gobierno y su partido buscan salvar el pellejo de los soldados mientras que predican mano dura contra la criminalidad, aunque estoy seguro de que no dudarán dos veces en sacrificar a las siete «manzanas podridas» para salvar la reputación de una institución que es la causa de la putrefacción que corroe a sus miembros, no al revés.    

La nación Embera Katio y los pueblos indígenas de Colombia no están pidiendo la prisión perpetúa de los siete soldados violadores. Ese adefesio de justicia es el invento de un gobierno que seduce a las colombianas con el color de la sangre, que hace todo lo posible por sabotear cualquier iniciativa de paz e intensificar la guerra que llevamos sufriendo más de siete décadas. Como naciones indígenas exigen que les dejen ejercer su soberanía, que les entreguen a los violadores para aplicarles la justicia indígena, para someterlos a un ritual de castigo y purificación que permitan sanar las heridas que este acto ha dejado en la comunidad. Una vez aplicada la justicia indígena, los violadores podrán ser juzgados por la justicia ordinaria, ojalá con el mismo énfasis en la sanación que los pueblos indígenas saben una necesidad para reconciliarse con la vida. Las Fuerzas Armadas y otros grupos armados ilegales no son bienvenidos en las naciones indígenas, igual que no lo fueron los ejércitos invasores que les robaron su territorio a partir de la conquista española. A las colombianas no-indígenas nos convendría ser coherentes y transformar nuestra indignación en apoyo a la soberanía de las naciones indígenas, tal vez este sería un paso para reconciliarnos con nuestra identidad y encontrar la salida del laberinto de la soledad en el que nos encontramos. 

 

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