En las aldeas de Masafer Yatta, cada camino sinuoso y cada sendero polvoriento llevan consigo una historia, grabada en las piedras y cuevas antiguas. En cada casa, cada cueva y cada olivar vive una historia de resistencia, talento y espíritu humano inquebrantable. A medida que avanzo por estas aldeas, lugares de los que muchos en el mundo nunca han oído hablar, encuentro mi corazón atado a la gente y a sus historias. Las palabras se quedan pequeñas ante lo que sufren. A menudo me pregunto: ¿qué se puede decir para consolar a las personas cuyas aldeas han sido demolidas, cuyas casas se han convertido en escombros, cuyos sueños se ven amenazados a diario por fuerzas que escapan a su control?
Al acercarnos a la pequeña aldea de Khirbet Khallet ad-Dabe’, vi algo que me llegó al corazón. Bajo el único árbol que quedaba, una anciana madre observaba en silencio las ruinas de lo que una vez fue su hogar. Todos los días permanece allí, negándose a abandonar el lugar donde construyó su vida, aunque su casa esté ahora derruida. Su resolución es a la vez una protesta y una oración: una negativa a dejar que su historia termine.
La historia de Khallet ad-Dabe’ es sólo una de las muchas de Masafer Yatta, un grupo de aldeas palestinas al Sur de Hebrón. Aquí, las personas residentes se enfrentan a una campaña sistemática y continua de desplazamiento. Cada hora parece traer una nueva prueba: demolición de viviendas, confiscación de tierras, arrestos, amenazas de los colonos y restricciones impuestas por el ejército. El objetivo parece claro: hacer la vida cotidiana tan insoportable que las familias sientan que no tienen más remedio que abandonar sus tierras ancestrales.
La vida cotidiana en Masafer Yatta es un delicado equilibrio entre el temor y la determinación. Por las mañanas, los colonos suelen llevar a sus ovejas a pastar en las tierras de labranza palestinas, destruyendo las cosechas y despojando a las familias de sus medios de subsistencia. Por la noche, la amenaza de incursiones de colonos o militares mantiene despiertas a las familias, cuyo descanso se ve acechado por la incertidumbre. Les niñes crecen aprendiendo a escuchar atentamente los pasos que se acercan, mientras les madres y padres se preocupan en silencio por lo que pueda traer el mañana.
Las estrategias de la ocupación no son nuevas, pero sus consecuencias son cada vez más devastadoras. Grandes extensiones de Masafer Yatta han sido declaradas “zona de tiro” por el ejército israelí, una designación que, en la práctica, permite al ejército realizar ejercicios con fuego real en zonas donde la gente ha vivido durante generaciones. Estas declaraciones no tienen nada que ver con una auténtica necesidad militar y todo que ver con limpiar la tierra de sus habitantes, personas palestinas. Mientras tanto, los asentamientos israelíes se expanden sin cesar, adentrándose cada vez más en territorio palestino, apoyados por una red de carreteras e infraestructuras que las propias personas palestinas tienen prohibido utilizar.
No hace mucho, las fuerzas de ocupación demolieron todo el pueblo de Umm al-Dabaa. Se destruyeron casas, corrales e incluso depósitos de agua. Las familias que habían vivido allí durante décadas se quedaron sin cobijo, obligadas a reconstruir tiendas provisionales que pronto volvieron a ser demolidas. Mujeres, niñes y personas ancianas viven ahora en cuevas, espacios que nunca fueron concebidos como viviendas permanentes. Estas cuevas, húmedas y mal ventiladas, exponen a las personas residentes a enfermedades torácicas y otros riesgos para la salud. Sin embargo, siguen siendo el único refugio que queda.
Es difícil ser testigo de esta injusticia. Mientras los colonos construyen casas modernas y viven bajo la protección de las personas soldado, a las personas que son legítimas propietarias de la tierra se les deniegan los permisos para construir, se derriban sus estructuras y deben luchar en los tribunales simplemente por el derecho a existir en su tierra. Las carreteras están asfaltadas para los colonos, mientras que las personas palestinas deben recorrer caminos accidentados que a menudo están bloqueados por puestos de control fronterizos o destruidos por vehículos militares y cargados de miedo y de peligro.
A pesar de estas dificultades, las personas habitantes de Masafer Yatta siguen resistiendo. Su vínculo con la tierra no es sólo geográfico, sino de historia, memoria e identidad. Las familias cultivan olivares que plantaron les abueles y bisabueles. Les niñes aprenden los nombres de las colinas y de los valles como parte de su identidad. Marcharse es impensable, porque significaría abandonar una parte de sí mismos.
En las conversaciones con las personas aldeanas, yo escucho historias no sólo de sufrimiento, sino también de creatividad y de resiliencia. Una mujer teje un bordado tradicional en la penumbra de una cueva. Un agricultor, tras quemar sus campos, vuelve a plantar cuidadosamente. Les niñes juegan entre las ruinas de las casas derruidas, sus risas son un obstinado acto de esperanza. La vida, incluso bajo la sombra de la ocupación, encuentra formas de florecer.
Al reflexionar sobre lo que he visto y oído, me doy cuenta de que el mundo suele medir la fuerza por el poder. Sin embargo, aquí en Masafer Yatta, la verdadera fortaleza es algo más silencioso y mucho más profundo: es el valor de quedarse, de reconstruir lo que ha sido destruido, de amar una tierra que otras personas intentan arrebatar. Es la decisión, cada mañana, de levantarse y seguir viviendo a pesar del miedo y del dolor.
La lucha de Masafer Yatta no es sólo una historia local; forma parte de una historia humana más amplia sobre el derecho a pertenecer, a vivir con dignidad y a contar la propia historia. Y mientras haya personas dispuestas a sentarse bajo el último árbol de su aldea, negándose a marcharse, esa historia seguirá escribiéndose, no sólo con palabras, sino también en los corazones de quienes la presencian.
En el viajero de Yatta, cada aldea cuenta su propia historia, y las gentes permanecen, arraigadas como los olivos milenarios: firmes, heridas y bellas en su resiliencia.Bottom of Form